miércoles, 25 de noviembre de 2009

El dinero como solución

Lo peor de la Ley de Economía sostenible no es su absoluta vacuidad, sino que el Gobierno dice que necesita diez años para llevarla a cabo. Imagínense diez años con un Gobierno presidido por un individuo que creía que en dos tardes se podía aprender Economía y que luego despidió a su maestro tras acabar la primera. Pero vamos al tajo.

El individuo que nos preside, dejando al margen la vacuidad a la que nos tiene acostumbrados y de la que ha hecho gala en la defensa de la nueva ley, da como mejor argumento de la bondad de la misma que en 2010 se realizará un desembolso de 20.000 millones de euros en investigación, desarrollo e innovación. Ese importe, unido a otros 5.000 millones para la sostenibilidad local y el empleo, elevan la inversión pública a una cifra sin precedentes. Y eso es todo lo que nos puede decir. Esta forma de razonar es muy típica de la ecoprogresía que nos aflige: los problemas económicos se arreglan con dinero, mucho dinero. La solución de los problemas del mundo es el dinero. Un absurdo a todas luces porque de lo que trata la economía no es de que podamos adquirir todo lo que nos plazca, lo que a todas luces es imposible, sino de cómo ordenar nuestras necesidades para satisfacer, con unos recursos limitados, las más posibles, comenzando por las que consideramos más perentorias.

Que el Gobierno se gaste 25.000 millones de euros, incluso en actividades que gozan de la simpatía de todos, no asegura nada si el dinero se gasta mal. Por otro lado: ¿por qué en lugar de cobrarnos impuestos ahora y de cargar a nuestros hijos con deuda, no nos deja los 25.000 millones en nuestros bolsillos para que decidamos con nuestros recursos qué necesidades queremos satisfacer? El gasto y el ahorro privado que ello generaría no tiraría de la demanda menos que el público, nos satisfaría más porque nos lo gastaríamos en lo que queremos, nos haría responsables de nuestras decisiones y, por último, reduciría las posibilidades de corrupción que siempre existen cuando las autoridades orientan a qué fines van a dedicar nuestros impuestos.

Y admítanme un consejo: desconfíen siempre del Gobierno.

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