martes, 14 de diciembre de 2010

Rescate sí, rescate no

Si debe o no haber rescate de los estados con problemas es, como apuntaba Eulogio López en la COPE el pasado viernes (escuchen el audio en la web) un problema moral. Mi opinión es que es no sólo moral, sino de eficiencia y que, además, la solución justa coincide con la eficiente. El problema del rescate de la deuda de determinados estados es un problema de distribución de las pérdidas que ha generado esta crisis. Lo importante es analizar qué modos de distribuir esas pérdidas tenemos y cuál es más justo y eficiente.

Las pérdidas son o están ahí, se contabilicen o no. Todos tenemos la experiencia de un error en una decisión de inversión. Cuando esto ocurre, unas veces vendemos, y materializamos la pérdida, y otras no, con la falsa esperanza de que el transcurso del tiempo nos haga recuperar la misma. En el segundo caso hemos perdido igual, pero no tenemos la misma sensación porque el lucro cesante que supone tener una inversión a bajas tasas de rentabilidad durante mucho tiempo hiere menos nuestro amor propio que reconocer que hemos perdido. Esta es la solución -no vender y mantener- que se propone cuando se plantea el rescate de los estados y de los bancos, que han terminado por ser el mismo.

El rescate supone que los tenedores de títulos públicos no experimentarán quitas como modo de dar desahogo a sus deudores y de asegurar el resto de su crédito. Los tenedores de estos bonos no contabilizarán las pérdidas de esas quitas y, manteniendo los bonos en las denominadas carteras de inversión a vencimiento, distribuirán las mismas en forma de menos rentabilidad que la de mercado a lo largo de los años. Los acreedores subordinados y los partícipes preferentes de los bancos no sufrirán las quitas que tendrían que realizar, a su vez, para asegurar los depósitos del público una vez que los bancos contabilizasen sus pérdidas en deuda pública (y en otros activos) y los accionistas asumieran sus pérdidas. La no contabilización de manera inmediata por los tenedores de activos financieros públicos y bancarios de riesgo (subordinadas, preferentes y acciones) requiere que alguien asegure la refinanciación a los tenedores de deuda pública para que no tengan que vender la misma, así como a los tenedores de créditos e inmuebles con la misma finalidad.

La refinanciación sólo puede asegurarse con el crédito del BCE, que sostiene los mercados de deuda pública mediante compras que financia con emisión de dinero, y el aval entre estados, de modo que los más solventes salgan en favor de los menos. La emisión de dinero para adquirir deuda (la monetización de la deuda) genera inflación: un impuesto sobre los ahorradores y los perceptores de ingresos más o menos fijos, como los pensionistas y los asaliariados. El aval de unos estados a otros elevará, además, los tipos de interés que los avalistas pagan por su deuda, elevación que pagarán de algún modo sus contribuyentes. Los estados avalados o rescatados se someterán a una política fiscal muy restrictiva con subidas de impuestos y, en principio, reducción de gasto público, que soportarán, como en el caso anterior, también los contribuyentes.

El coste del rescate es pues para contribuyentes, ahorradores y perceptores de ingresos fijos. El coste del no rescate es para los tenedores de deuda pública y de activos financieros bancarios con riesgo. Los primeros no tomaron decisión alguna salvo elegir a las autoridades que nos gobiernan. Los segundos también eligieron a las autoridades y, además, decidieron asumir determinados riesgos. Algunos dirán que el no rescate podría alcanzar a los depositantes, si las pérdidas de los bancos superasen a las aportaciones de accionistas, partícipes preferentes, acreedores subordinados y, por último, añado yo, los fondos de garantía de depósitos. Son muchos fondos para pensar que no son suficientes. Si no llegan, a lo mejor los depositantes deberían perder un porcentaje (que sería muy muy reducido de sus depósitos), pero esto aclararía las cosas y comenzaríamos de nuevo en un mundo en el que estaría claro quien paga y cuánto. Todo lo demás es la política de tinta de calamar de nuestras autoridades y clases dirigentes.

Y admítanme un consejo: desconfíen siempre del Gobierno.

viernes, 10 de diciembre de 2010

La partida triple

Todas las discusiones en contabilidad sobre la valoración de los activos se reducen básicamente a dos posibilidades que, en ocasiones, parecen dos posiciones enfrentadas. Los activos se valoran por lo que costaron o por lo que valen. La primera de las opciones, precio de adquisición o coste, es muy objetiva y genera pocas discusiones, pero adolece de fiabilidad. Realmente, ninguno de nosotros valoramos los bienes y derechos que poseemos por lo que nos costaron, y dicho importe -el coste- sólo nos interesa para el cálculo de un beneficio monetario por diferencia con lo que obtendríamos por la venta o valor razonable. La segunda de las opciones, dicho valor razonable, es siempre muy subjetiva, salvo cuando el bien objeto de valoración tiene un mercado amplio y activo, lo que requiere que dicho bien no tenga características que lo hagan muy singular. Sin embargo, el valor razonable, no cabe duda, de poderse estimar, añade más fiabilidad a la valoración de los activos de una compañía.

Este es el problema de la banca ahora mismo: la fiabilidad en la valoración de las dos más importantes partidas de su activo: los créditos y los inmuebles adquiridos en pago de deudas. En los primeros, el problema mayor está en determinar si valen al menos lo que se entregó a los deudores como financiación. En los segundos, si de su liquidación se obtendrá la deuda que se canceló. No es fácil. El primero de los valores, el de los créditos, nos explica el por qué de las frecuentes diferencias entre auditores y compañías auditadas, o por qué las pérdidas asociadas a una cartera de créditos se dispara dependiendo de si la valoración pretende que una entidad aguante como sea, o pretende calcular la pérdida máxima que pudiera llegar a sufrir. Pero es que, en el caso de créditos con garantía de inmuebles, además, dichas pérdidas van a depender también del valor de dichos inmuebles, y la valoración de éstos es la discusión acerca de la segunda partida de las que hablábamos. La complejidad de la valoración de los inmuebles es conocida. Todos los activos de esta clase tienen una singularidad propia y, por otro lado, los actuales tenedores de los mismos son los principales interesados en la iliquidez de dicho mercado, como modo de reducir la fiabilidad de las valoraciones alternativas al precio de adquisición.

Las investigaciones sobre si la adopción hace pocos años del valor razonable como modo de valoración de algunas de las partidas que componen el activo de una compañía es una de las causas de la crisis que padecemos, no parecen concluyentes. En ese sentido, pueden ustedes consultar el artículo de Silviu Glavan para el reciente número de la revista del Banco de España Estabilidad Financiera. Sin embargo, es claro que a los acreedores de una entidad bancaria, con independencia de la solución legal que se adopte, es el valor razonable de los activos de su deudor lo que les preocupa. Tal vez por ello el Banco de España, conocedor de sus limitaciones y las de las entidades que regula para estimar valoraciones fiables de los créditos y los inmuebles, pero de las necesidades de los acreedores internaciones de las mismas, ha emprendido una política de reformas en su legislación contable tendentes a asignar valores a los inmuebles que, sin ser razonables y de fiabilidad limitada, fuercen a las entidades a plantearse la liquidación de los activos cuando la valoración contable pueda ser inferior a la que se obtiene de la venta del activo. Cuando estas ventas alcancen un cierto ritmo, podremos hablar de nuevo de valor razonable. La otra solución para comenzar a conocer el verdadero valor de las cosas no proviene de la política del supervisor, sino de la monetaria: en tanto en cuanto se reduzca la liquidez en el sistema, las entidades, con independencia de lo que diga la norma contable, se verán obligadas a vender su cartera de inmuebles y, si las operaciones son relevantes por su número y frecuencia, generarán con ello valores razonables fiables.

Por último, los importes que reflejan los balances de las entidades adolecen de un error metodológico que tal vez convendría comenzar a pensar en superar: suman cantidades que son líquidas en distintos momentos del tiempo. Esto quiere decir que sumamos euros que tendremos, o nos exigirán, en 2012, con euros de los que dispondremos, o nos exigirán, en 2014, por poner un ejemplo. La información financiera contenida en la memoria intenta, muy parcialmente, solucionar este problema pero dicha información se ha vuelto prolija y farragosa. A los analistas les sigue gustando la simplicidad de un balance, y de una cuenta de resultados, para hacerse cargo de la situación de una institución. En el fondo seguimos utilizando una contabilidad bidimensional: las partidas y sus valoraciones, simple y sencilla pero que comienza a ser insuficiente porque no incluye el tiempo, salvo por lo apuntado anteriormente respecto de la memoria. Un balance que introduzca la tercera dimensión: el tiempo, indicará a los analistas que muchas veces las instituciones pueden mantener los activos en sus estados financieros porque los pasivos no les apremian y que, por lo tanto, las valoraciones razonables actuales no son necesarias para estimar su solvencia. El método de partida doble que venimos aplicando en la información financiera desde el siglo XV, casi, casi empieza a exigir la partida triple.

Y admíntanme un consejo: desconfíen siempre del Gobierno.